Bendiciones rápidas


Esperé en Manaus hasta que llegó el momento de ir con los evangelistas al poblado indio. Por fin! Iba a ver una tribu en carne y huesos. Estaba impaciente.
Un día antes de la partida fui para confirmar la salida. Ya tenían todo listo y saldríamos a las cinco de la mañana del puerto, me dijeron.
Cuando, a la mañana siguiente llegué al puerto, ya estaban ellos allí. Tenían un buen barco e incluso una canoa con motor fuera borda. Lo que por aquí llaman una voladera. Subí al barco. Me presentaron al personal que iba al poblado. Ninguno de los que iba al poblado había visto antes. Era un predicador y dos monjas. Una de ellas joven y rubia. No era brasileña y sabía hablar muy mal el portugués.
Llevábamos 3 ayudantes para llevar lo pesado.
El barco se puso en marcha y salimos. El predicador y la monja mayor, ya habían estados varias veces allí y conocían a esos indios.
Durante el viaje me estuvieron explicando las costumbres que tenían y que algunas veces lo difíciles que eran; llegaban a ser peligrosos.
Después de unas horas, pararon el barco y empezamos a cargar la canoa. Subimos a ella y salimos para entrar en ríos y canales pequeños.
Íbamos a una buena velocidad. No llevaríamos ni dos horas de canoa cuando llegamos a una orilla donde bajamos.
Empezaba la caminata. Llevaba una mochila no muy pesada. Pero lo peor lo llevaron los porteadores. Si, esos que salen en las películas. Me daba un poco de penita la monja joven, pues no podía mucho con lo que llevaba y se veía que hacia un esfuerzo superior a lo que ella podía.
Estuvimos andando por un pequeño sendero, aquí lo llaman trilla, unas dos o tres horas, paramos ante una zona inundada para descansar y comer unas galletas.
El sendero se metía por la zona de aguas. Pensé, que no entraríamos por el agua. Pero entramos en el terreno inundado; no cubría mucho, por debajo de la rodilla. Pero después de una media hora, empezó a ponerse la cosa peor. Había momentos en que teníamos que quitarnos las mochilas de las espaldas y llevarla con las mano en alto, sino querías que se te mojaran las cosas. Y eso hacia que el esfuerzo se multiplicase.
Por fin, acabamos de pasar esa zona. Bueno, la tierra seguía mojada pero el agua sólo llegaba a la altura del tobillo, cuando más.
Seguimos con la caminata sin parar hasta que dieron las doce o la una del medio día. Ya estábamos en terreno seco. Paramos y el evangelizador dijo de quitarnos las posibles santígüelas. Así que, las monjas fueron para un lado y nosotros para otro.
Nos quitamos las ropas y empezamos a revisarnos. Vi que el evangelista llevaba un revolver, le pregunté para que lo llevaba y él, en tono cómico, dijo "Es por si tengo que hacer una evangelización rápida".
Estaba claro que era un predicador que te podía bendecir a la velocidad de una bala. Claro que años después lo comprendí.
Suponía que eso de revisarnos por si teníamos santígüelas era simple precaución y que no tendría ninguna, pero tenía las piernas cuajaditas de ellas. Tenia hasta en la espalda.
Algunas estaban ya gorditas. Me dieron sal para quitármelas. Fuimos quitando-nos todas. Pero lo mejor fue, los gritos y saltos que daba la monja joven, la rubia. Eran de película. Yo me reía. Bueno, en realidad, nos reíamos todos.
Sacaron tres infiernillos de gas y empezaron ha hacer la comida. Y nosotros empezamos a limpiar un poco donde íbamos a colgar las redes.
Después de comer, atamos las redes y descansamos un buen tiempo, por lo poco una hora y media. El descanso se me hizo corto.
Comenzamos de nuevo la caminata. La selva se hacia cada vez mas espesa y se hacia imprescindible avanzar a golpe de machete. Así, que tuvimos que repartirnos los bártulos que llevaban unos de los ayudantes para que él fuera abriendo el camino. Y así, estuvimos andando hasta poco antes del atardecer.
Hicimos la acampada, cenamos y yo me tumbe de seguida en la red. Y, a pesar de esos sonidos de los animales por la noche que son desconcertantes y misteriosos cuando no estas acostumbrado, yo dormí rápidamente, como si estuviese en mi casa.
De mañana, después del café, volvimos a la carga. El evangelista empezó a dudar por donde ir. Y empecé a mosquearme. El explicaba que cuando estas zonas se inundan todo cambia. Pero que íbamos por buen camino porque la brújula no se equivocaba. Sólo que en ese día cambiamos de rumbo dos o tres veces.
Ya tenía por experiencia que cuando alguien me dice que no me preocupe es el momento de preocuparse de verdad.
Al medio día del día siguiente, dijo de darnos la vuelta. Estábamos perdidos!. Me desilusione mucho, después de todo este esfuerzo, no voy a ver indios. Pues si que tengo mala suerte!.
Nos dimos la vuelta, esperamos en una orilla un día o dos, hasta que volvió la canoa a recogernos.
Y este fue el triste final de ésta pequeña historia. Me quedé sin ver a los indios!.

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